
Podr铆amos concluir que, tras d茅cadas de avances sociales y tecnol贸gicos, no hemos aprendido nada. Pero la verdad es m谩s inquietante: en la era de la hiperconexi贸n, estos males ancestrales han mutado. Hoy se camuflan en algoritmos, se globalizan en transacciones criptogr谩ficas y estallan en guerras h铆bridas donde los drones conviven con troll farms (activistas o hackers inform谩ticos rusos). Las consecuencias ya no son locales ni calculables: un fraude electoral se viraliza en segundos, un ciberataque paraliza hospitales y la desinformaci贸n se propaga como un incendio en bosque seco.
Lo preocupante no es que sigamos cometiendo los mismos errores, sino que los hayamos potenciado con herramientas de destrucci贸n masiva intelectual. Las redes sociales nos dan voz, pero tambi茅n amplifican el odio; la globalizaci贸n acerca culturas, pero tambi茅n exporta conflictos; la tecnolog铆a transparenta la corrupci贸n, pero tambi茅n la sofistica.
Quiz谩s el verdadero progreso no est茅 en erradicar estos demonios —improbable— sino en construir anticuerpos sociales: educaci贸n cr铆tica, instituciones resilientes y ciudadanos que prefieran verificar antes que compartir. Porque si algo ense帽a la historia es que el poder corrompe, pero la ignorancia lo habilita.
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