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La historia de Tino: El conejo que soñaba con ser un tigre

 Ilustración: Carlos Venturelli (Kkxo). Todos los derechos reservados

Había una vez, en un extenso bosque lleno de árboles frondosos y arbustos densos, un pequeño conejo llamado Tino. Tino vivía con su familia en una madriguera cálida y acogedora. Pero a diferencia de otros conejos, que se contentaban con saltar entre las hierbas y comer zanahorias, Tino tenía un sueño muy peculiar: ¡soñaba con ser un tigre!

Desde muy joven, Tino había admirado la fuerza, la valentía y la majestuosa presencia de los tigres que, según contaban las leyendas del bosque, caminaban con una confianza indiscutible y una mirada feroz. El conejo, con su pelaje gris y sus orejas largas, solía imaginarse rugiendo como ellos y corriendo entre los árboles con su cuerpo imponente.

Un día, mientras paseaba por el bosque, Lino escuchó un rugido ensordecedor. ¡Era un tigre! El conejo, lleno de emoción, se acercó sigilosamente para ver al gran felino, pero cuando lo vio de cerca, un sentimiento de admiración se transformó en un deseo profundo de imitarlo.

"¡Yo también puedo ser un tigre!", pensó Tino. "¿Por qué no? Solo tengo que ser valiente y mostrarme fuerte. No soy solo un conejo, ¡soy un tigre en el interior!"

Con esta resolución, Tino comenzó a caminar erguido, con la cabeza alta y una postura imponente. Imaginaba que su pelaje se volvía dorado y que sus ojos brillaban como los del tigre. Se sentía invencible, y decidió probar su nueva actitud en una serie de situaciones del bosque.

Primero, se acercó al grupo de ciervos que siempre lo habían mirado con desdén. Miró a los ciervos, como si esperara que lo respetaran, y rugió con todas sus fuerzas. "¡Soy un tigre! ¡Respétenme!"

Los ciervos se asustaron tanto al escuchar el rugido de Tino, que salieron corriendo sin mirar atrás. Tino se sintió triunfante. "¡Vieron! ¡Soy tan temido como un tigre!", pensó, satisfecho.

Al día siguiente, Tino se encontró con una pandilla de zorros. Normalmente, los zorros no se fijaban mucho en los conejos, pero Tino estaba decidido a mostrarles quién era. Se acercó con paso firme, mantuvo su postura de tigre y rugió de nuevo.

Los zorros lo miraron confundidos. Uno de ellos, el líder de la manada, frunció el ceño y dijo: "¿Qué crees que estás haciendo, pequeño conejo? No eres un tigre, no tienes el rugido ni la fuerza de un tigre. ¿No ves que solo estás haciéndote el valiente?"

Pero Tino no se amedrentó. "¡Sí soy un tigre! ¡Y voy a demostrarlo!"

Sin embargo, mientras Tino se alejaba, se encontró con algo que no había anticipado: una gran sombra que lo cubría por completo. Al levantar la vista, vio los ojos de un verdadero tigre, un animal gigantesco y musculoso que lo observaba con una calma inquietante.

El tigre, que había estado descansando en un claro, se levantó lentamente y caminó hacia Tino, que, aún pensando que era invencible, se plantó en su camino y rugió con todo su esfuerzo. El verdadero tigre lo miró, sin inmutarse.

"¿Quién eres tú para desafiarme?", dijo el tigre con voz profunda y llena de autoridad. Tino, sin poder resistirse, dio un paso atrás, pero se negó a rendirse.

"¡Soy un tigre como tú!", insistió, con los ojos desorbitados de miedo.

El tigre lo observó un momento más, y luego, con un movimiento rápido como un rayo, lo atrapó entre sus patas.

"Un tigre no es solo un título", dijo el tigre en tono grave. "No se trata de actuar, se trata de ser. Tú no eres un tigre, Tino, y nunca lo serás. Los conejos tienen su propio valor, pero intentar ser algo que no eres solo te traerá problemas."

En un abrir y cerrar de ojos, el tigre devoró a Tino, que había sido valiente, sí, pero también ingenuo. El bosque quedó en silencio, y aunque su deseo de ser algo más grande que lo que era fue admirable, Tino descubrió demasiado tarde que en la naturaleza, la autenticidad es la verdadera fuerza.

Y así terminó la historia del conejo que se creía tigre, un recordatorio de que no importa cuánto queramos ser algo distinto, el valor está en aceptar quiénes somos y vivir de acuerdo con nuestra verdadera naturaleza.


Por Shakespeare

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