Una historia de amor, una carta perdida y un mensaje del más allá
© Ana del Río / Solo buscaba una escapatoria barata. Una novela clásica por un par de euros. Mis dedos recorrieron los lomos gastados en la librería de segunda mano hasta que se detuvieron en un ejemplar de "Cien años de soledad". Al abrirlo, una hoja de papel, fina y amarillenta por el tiempo, se deslizó hacia el suelo.
No era un marcador cualquiera. Era una carta. Fechada el 3 de mayo de 1950.
El corazón me dio un vuelco. La curiosidad pudo más que el respeto por la intimidad ajena y, con dedos temblorosos, la desdoblé. La letra, elegante y firme, llenaba la página. Y su contenido me heló la sangre y me conmovió a partes iguales.
"Mi querida Isabel,
Esta tarde, mientras la ciudad duerme la siesta, solo pienso en ti. En la luz de tu sonrisa y en la promesa que nos hicimos junto al río. La guerra nos separó, pero sé que mi lugar está a tu lado. Esta locura terminará pronto. Te lo juro.
Mientras tanto, te envío este libro. Es mi favorito. Léelo, y en cada página imagina que son mis manos las que lo sostienen. Lo nuestro no es un simple romance de verano. Es un pacto de almas. Espera por mí.
Siempre tuyo,
Alejandro."
La respiración se me cortó. ¿Quiénes eran Isabel y Alejandro? ¿Se reencontraron? ¿Qué había pasado en esos más de 70 años? En ese instante, supe que no podía guardar esa carta. No era solo un pedazo de papel; era un testigo de un amor, una promesa y, posiblemente, una vida entera. Tenía que encontrar a su dueño.
Un Rompecabezas del Pasado
Mi misión comenzó. Volví a la librería, pero el dueño no recordaba quién había vendido el libro. "Nos llegan cientos cada semana", dijo con una sonrisa de disculpa.
Sin pistas, me volqué a las redes sociales. Fue mi tabla de salvación. Publiqué la historia en un grupo local de mi ciudad, incluyendo una foto de la carta (ocultando algunas líneas íntimas para preservar la privacidad). "¿Alguien conoce a una Isabel o un Alejandro que viviera aquí en los años 50?", pregunté.
Las primeras horas solo trajeron likes y comentarios de apoyo. Pero al segundo día, un rayo de esperanza: una mujer comentó que su abuela se llamaba Isabel y había perdido a su primer amor en la guerra. Mi corazón se aceleró. Le escribí inmediatamente.
Una Verdad que Supera la Ficción
Quedé con la mujer, Laura, en un café tranquilo. Llevaba la carta conmigo, en una bolsa de plástico para protegerla. Cuando llegó, traía consigo una carpeta llena de fotos antiguas.
"Mi abuela Isabel", comenzó a explicar, mostrándome la foto de una joven de rostro sereno, "siempre habló de Alejandro. Se escribieron durante años. Él sobrevivió a la guerra, pero su familia lo obligó a emigrar a Argentina. Él le pidió que se fuera con él, pero ella no pudo dejar a su madre enferma aquí."
La historia se torcía. No era un final trágico de muerte, sino de distancia y obligaciones familiares.
"Él le enviaba cartas y libros desde Buenos Aires durante un tiempo", continuó Laura. "Pero con los años, la comunicación se fue diluyendo... La vida siguió. Ella se casó con mi abuelo, tuvo una familia y fue feliz. Pero siempre, siempre, guardó las cartas de Alejandro en una caja de latón."
Y entonces vino el giro. El que no me esperaba.
"Mi abuela Isabel falleció el mes pasado", dijo Laura, con una sonrisa triste. "Estuvimos limpiando su casa y donamos muchos de sus libros a esa misma librería. Esta carta... debió de quedarse entre las páginas por error. Es la última que él le escribió antes de dejar España."
El nudo en mi garganta era insoportable. No era una carta perdida hacía décadas. Era una reliquia que su familia creía tener guardada. Era el último eslabón de una historia de amor que Isabel había atesorado hasta el final de sus días.
El Reencuentro: Cerrar un Círculo de 70 Años
Le entregué la carta a Laura. Sus ojos se llenaron de lágrimas al sostenerla. "Es como si mi abuela me estuviera dando una última señal", susurró. "Como si me dijera que su primer amor, en algún lugar del mundo, también la recordó siempre."
No encontré a Alejandro. Probablemente él también tuvo una vida, una familia, en otra parte del mundo. Pero encontré algo quizás más valioso: la certeza de que algunas promesas, aunque no se cumplan como se planeó, perduran para siempre en el corazón de quienes las hicieron. Y que, a veces, el universo nos convierte en mensajeros para cerrar círculos que el tiempo dejó abiertos.
Esta carta no era solo un recuerdo de un amor juvenil. Era la prueba de que los sentimientos más puros son inmortales.
¿Tú también tienes una historia de un objeto perdido que encontró su camino a casa? ¿O una reliquia familiar con una historia de amor? ¡Compártela en los comentarios! A veces, las conexiones más bellas surgen de los hilos sueltos del pasado.
Si esta historia te conmovió, compártela. Puede que le llegue a alguien que necesite recordar que el amor, en todas sus formas, deja una huella eterna.




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