
Vivimos como si el reloj fuera un enemigo, corremos para
despertarnos, para trabajar, para llegar, para cumplir, comemos rápido,
hablamos rápido, y cuando por fin paramos, seguimos con la mente en lo
próximo que hay que hacer. Vivimos con prisa... para todo, ¿Y si esta
prisa no fuera productividad, sino una forma moderna de desconexión?, ¿Y
si estar siempre ocupados fuera una manera de no escucharnos?
La prisa como anestesia emocional, nos enseña desde la psicología que no todo lo que parece eficiencia es salud. Vivir en modo “piloto automático” puede convertirse en un escudo contra emociones que no nos atrevemos a sentir: el vacío, la tristeza, la duda existencial. Corremos para no pensar, pero lo que no sentimos, se acumula, y tarde o temprano, el cuerpo y la mente nos pasarán la factura: ansiedad, insomnio, irritabilidad, falta de sentido.
La pregunta no es retórica, ¿a dónde vamos tan deprisa?, vale la pena detenerse y reflexionar: ¿estoy corriendo por lo que realmente quiero… o por lo que otros esperan de mí?, sin caer en que vivimos atrapados en una cultura que valora más el “hacer” que el “ser”, pero tu valor no depende de lo que logras, sino de quién eres, y eso solo se descubre cuando bajamos el ritmo.
Aprender a desacelerar es un acto de amor propio, y no se trata de abandonar responsabilidades, sino de recuperar presencia. Respirar, observar, elegir, volver a saborear el café, mirar a los ojos, caminar sin mirar el móvil, abrazar sin reloj. El cambio comienza con algo tan sencillo como preguntarnos:
¿qué pasaría si hoy me diera permiso para ir más despacio?
Vivir con prisa es sobrevivir, vivir con conciencia es vivir de verdad y lo cierto es que solemos descubrir tarde que nuestra vida no necesita más velocidad, necesita más sentido. Así que la próxima vez que sienta que va a mil por hora, haga una pausa y respire.
Recuerde que no estamos aquí para correr todo el tiempo, estamos aquí para vivir.
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