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Foto: Jar0d |
La emigración lleva consigo un proceso de cambio y, como tal, comporta pérdidas importantes para el ser humano, La persona deja a tras la familia de origen, amigos, la lengua materna, su estatus social, su grupo étnico, con la consecuente repercusión en su sentimiento de identidad y pertenencia. Esto lo lleva a la necesidad de elaborar un duelo. Se ponen en juego conflictos relacionados con su identidad nacional, grupal e individual que tiene que re-definir para poder reconstruir su propia realidad social. Cuanto mayor sea su equilibrio emocional tanto más podrá adaptarse a los cambios que debe asumir en el país de acogida.
Por tanto el desarraigo que produce la emigración y la necesidad de enraizarse en el nuevo lugar constituyen un reto a la identidad. Esta identidad se va construyendo a lo largo de la historia del individuo desde su nacimiento. En un principio es la madre la que mediatiza entre el bebé y la cultura en la que estáinmerso, proporcionándole las vivencias que irán construyendo y generando las raíces que lo arraigan a su mundo.
El proceso de humanización del bebé recién nacido se da necesariamente dentro de una cultura, lentamente te establecen las conexiones íntimas, muy profundas que crean un vínculo prácticamente indisoluble con el sitio en que hemos nacido y crecido, con los ritmos, los colores, olores y melodías que nos acunaron y que conformaron una imagen de nuestro mundo y nuestra persona. Es lo que llamamos nuestra identidad formada por la mezcla de vivencias producidas, al principio, por el contacto con la madre o sustituto y compartida luego con nuestros con-nacionales. De modo que la maduración del sistema nervioso del bebé se realiza dentro de una cultura, la de la madre y la de la familia en la que ha nacido para luego ampliarse al entorno social del país en que vive. La cultura, entonces, se encarna, se incorpora mucho antes de que haya maduración neuronal, no se trata de un nivel intelectual tardíamente adquirido, sino, por el contrario, adquirido tempranamente en un nivel pre-verbal, primitivo. Esto nos lleva a pensar que el emigrante y el nativo del sitio al que llega son diferentes en aspectos profundos y muy primitivos por lo que se pueden despertar en ambos vivencias contradictorias: inquietantes, extrañas o temidas, o despertar interés, curiosidad, apertura a un mundo nuevo, deseo de integración en el mejor de los casos.
El desarraigo y la exclusión del grupo, tanto del grupo de pertenencia como del grupo nuevo encontrado son propios de la migración. La angustia que esto produce impone, a menudo, una adaptación forzada que desconoce los matices de la propia identidad construida en otra tierra y en otro tiempo, una renuncia a lo propio que muchas veces no llega a la conciencia. El empobrecimiento de lo propio se impone para mitigar el sentimiento de extranjero y no quedar excluído del nuevo grupo social, mecanismo que suscita diversas actitudes, en general defensivas, que van desde la sumisión hasta la prepotencia.
La migración descoloca, el fuerte revuelo del mundo interno que se produce provoca un desequilibrio psíquico que se combate como se puede. Lo conocido ha dejado de serlo, no hay continente dentro del que los emigrantes puedan agarrarse. Esta situación exige un trabajo psíquico de tal envergadura que algunos autores no dudaron en definirlo como un hecho traumático, un momento crítico que como todos los momentos críticos conlleva un potencial de cambio enriquecedor importante o, por el contrario, puede resultar tan insalubre para la persona que la depresión, a veces camuflada, se propaga hasta las generaciones siguientes.
El sentimiento de extrañeza o ajenidad que embarga al que llega dependerá del lugar de acogida, de sus similitudes climáticas, su fisonomía geográfica y cultural más cercanas o lejanas al lugar que se dejó. Dependerá también de la situación económica del que migra, del momento de la vida en que lo hace, de su estabilidad psíquica pre-migratoria, de sus fantasías y espectativas previas a la migración y sobre todo del por qué migra.
En ese sentido podemos aclarar que existen dos tipos de migración, la voluntaria y la forzosa. En la primera es la persona la que decide irse por presiones económicas, intereses de estudio o simplemente la necesidad de conocer ( esto se da con frecuencia en los jóvenes ). El segundo tipo se da en los casos de exilio. La diferencia fundamental entre una y otra es que en la primera existe un proyecto de vida, una ilusión cara al futuro con expectativas positivas. En el exilio el proyecto quedó atrás, perdido. Se trata de una elección por la supervivencia.
Esto nos lleva a pensar que la persona que migra realiza este movimiento en constante tensión entre dos polos ambivalentes: por un lado la vivencia de pérdida y desamparo en su sitio de orígen y al mismo tiempo un tenaz anhelo de continuidad, de arraigo y seguridad en el mismo. Por otra parte la expectativa de satisfacción en otro lugar, la esperanza de aire fresco en el nuevo horizonte y el temor de que esta nueva realidad vuelva a ser frustrante.
Elliot Jaques dice: “… tomar una decisión siempre implica conflictos entre deseos, aspiraciones, expectativas, esperanzas, prejuicios, concientes algunos y otros inconscientes y siempre está presente la incertidumbre”. No hay nada que garantice el éxito. Sin embargo la búsqueda de éxito marca muchas veces la vida del que migra en un intento de justificar a través del mismo la decisión que tomó.
El proceso de separación, con la necesidad de elaborar el duelo en él implícito, comienza en el momento preciso en que surge la idea de migrar. Es un proceso difícil que puede no terminar nunca. Porque la persona se separa de todo lo que constituye su identidad, su país, su familia, sus amigos, su casa, su idioma, sus pertenencias, su trabajo, su ubicación social. Hasta de su cielo que ya no volverá a ser el mismo porque las estrellas son otras… Es tan fuerte esta decisión que puede que necesite toda la vida para procesarla, y como tal genera múltiples sentimientos.
Entre otros:
Culpa: por abandonar el país y a sus pares, salvo en los casos en los que se va lo hace para cumplir un rol comunitario como, por ejemplo, enviar dinero a su país.
Rechazo: de su entorno porque el que se va rompe con la alianza fraterna al buscar un destino personal-individual, puede llegar a ser considerado un traidor.
Sentimiento de deuda: con el pa´s de origen donde nació, creció y se educó; y donde obtuvo la fuerza para poder irse pero en cambio no ha agradecido lo que recibió, otra vez la culpa.
Y un sentimiento de esperanza mágica de que al migrar se aliviará el peso de la vida anterior. Se migra por la ilusión de tener una vida mejor y vivir el libertad. Esta ilusión por mejorar puede ser negativa en el sentido de producir desesperanza si no se cumple.
Al llegar al nuevo lugar se produce un sentimiento de extrañeza del mundo, de ajenidad y al mismo tiempo una necesidad imperiosa de conocer, ubicarse, resolver situaciones nimias de la vida cotidiana pero no por ello menos importantes. Se ha roto la red social que lo sostenía y aún no ha tejido otra. Como trasfondo se inicia un duelo que muchas veces quedará oprimido por lo acuciante de la necesidad de adaptarse al medio.
La persona que migra debe desprenderse, despedirse de todo lo que hasta ese momento constituía su mundo para poder disponer de esa energía y colocarla en la nueva vida que desea comenzar.
Pero no siempre ese proceso se da de manera natural. En la despedida hay una dolorosa y sutil dialéctica entre retener y soltar la historia. Cuando este dolor es tan fuerte que no se puede tolerar, para cortar amarras se bloquea la memoria; es común observar el olvido de nombres, calles, lugares. También se bloquean los sentimientos y la persona se refugia en una necesidad casi maníaca de ubicarse.
Es importante para que este proceso se realice de manera satisfactoria tener en cuenta el estilo de relación afectiva que se ha tenido con las figuras parentales. Cuando una madre ha sido capaz de darle al niño respuestas amorosas, cuidado continuo y apoyo, sumado a la función de un padre que alienta y estimula a descubrir la realida que lo rodea hacen que el niño crezca confiado y pueda apelar, de adulto, a sus propios recursos para resolver las situaciones de duelo que conlleva el proceso de inmigración.
Transcribo lo que dice León Grinberg: “… si durante la primera infancia la madre ha funcionado como un `buen continente´, el individuo sentirá una mayor libertad interior para optar entre quedarse o emigrar (si se presentan las circunstancias que lo justifiquen); en cualquiera de los casos, su decisión estará garantizada por razones valederas y más ajustadas a la realidad. En cambio si la madre ha fracasado en su función de reverie o continente, el sujeto podrá sentirse compelido a quedar `pegado` y sometido a su objeto materno o sustituto, o bien intentará compulsiva y repetidamente irse de un país a otro, en una búsqueda incesante y siempre insatisfecha de objetos maternos idealizados, que lo llevarán al fracaso, aunque pueda encubrirlos con mecanismos maníacos”.
Es por esto que sostengo que los recién llegados están necesitados de afecto, de una sonrisa, una mirada interesada, una pregunta que les haga sentir que existen en la nueva tierra y les permita comenzar a tejer esa invisible red de sostén social.

Lidia Issaharoff
Psicóloga
971 455483
659 882214
2 Comentarios
Excelente artículo.
ResponderEliminarSeguro que muchos de nosotros nos sentimos identificados con alguna de estas sensaciones descritas.
Saludos.
muchas gracias por articulos como este-
ResponderEliminarnos ayudan mucho-
cristina castelli
28 de julio
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