Vivimos en un país diverso, lleno de matices culturales y lingüísticos que reflejan siglos de historia compartida.
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En este contexto, surge una pregunta inevitable: ¿por qué sentir que debemos elegir entre el español y las lenguas regionales, cuando podemos abrazar ambas realidades como partes complementarias de nuestra identidad?
Un patrimonio lingüístico dual
El
español, hablado por más de 500 millones de personas en el mundo, nos
conecta globalmente y nos permite comunicarnos sin fronteras. Es un lazo
de unión entre comunidades, una herramienta de cohesión y un vehículo
de cultura que trasciende océanos. Pero junto a esta riqueza, las
lenguas regionales como el catalán, el euskera, el gallego o el
valenciano, entre otras, representan raíces profundas, historias locales
y expresiones culturales únicas que merecen ser preservadas y
valoradas.
Convivencia, no competencia
La
verdadera riqueza no está en la supremacía de una lengua sobre otra,
sino en la capacidad de convivir y enriquecernos mutuamente. Hablar y
defender una lengua regional no implica restar valor al español, del
mismo modo que promover el español no significa menospreciar las lenguas
propias de cada territorio. Se trata de sumar, no de restar; de
incluir, no de excluir.
Hacia un modelo de respeto y colaboración
Un
enfoque positivo y constructivo implica rechazar las imposiciones, ya
sean hacia un lado o hacia el otro. La clave está en políticas que
fomenten el conocimiento y el uso de ambas realidades lingüísticas, en
un marco de respeto y libertad. Educación bilingual bien diseñada, apoyo
a la producción cultural en todas las lenguas y reconocimiento del
valor de cada una de ellas son pasos esenciales para lograrlo.
Un futuro multilingüe es posible
Imaginemos
un mañana donde un joven pueda sentirse igual de orgulloso de
expresarse en español como de entender y utilizar la lengua de sus
abuelos. Donde las señales en las calles, los documentos oficiales y las
manifestaciones artísticas reflejen esta diversidad como una fuente de
orgullo colectivo. Donde no haya que renunciar a una parte de uno mismo
para encajar en un molde único.
La respuesta, entonces, es clara: no hay que elegir. Podemos —y debemos— defender un espacio para todas las voces, porque es en la diversidad donde reside nuestra verdadera fuerza.





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