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El sublime arte de sobrevivir a un día de playa (y volver al día siguiente)

 Empieza el buen tiempo y me preparo para ir a la playa en mi primer día de vacaciones. 

©Indy Gent / El despertador suena a una hora que solo conocen los panaderos y los ladrones de tumbonas. Cinco y media de la mañana, y ahí estoy yo, más dormido que un koala, pero con la determinación de un samurái que se enfrenta a su primer día de playa. Las vacaciones son sagradas, y si hay que madrugar para conquistar esos dos centímetros cuadrados de arena donde colocar la toalla, pues se madruga. El primer autobús huele a esperanza y a colonia barata; el segundo, a desesperación y a crema solar mal aplicada. Dos horas después, entre atascos y paradas donde el conductor parece descubrir el concepto de "horario", llego al paraíso: una playa tan abarrotada que las gaviotas tienen que reservar sitio con antelación.

Las tumbonas, por supuesto, están todas ocupadas. No entiendo cómo, porque juraría que aún no ha amanecido. Hay familias instaladas con sombrillas del tamaño de un helicóptero, neveras portátiles que podrían alimentar a un ejército y niños que corren como si les persiguiera el apocalipsis. Yo, con mi toalla de "I ❤️ Mallorca" comprada en el chino, busco un hueco entre la multitud. El mar, ese gran desconocido, se intuye a lo lejos, entre una pelota de playa que vuela como un misil y un grupo de turistas que hacen fotos como si fueran el equipo de National Geographic. El agua está caliente, pero no sabes si es por el sol o porque cuatrocientas personas han decidido usarla como wc comunitario.

El hambre llega, como llega la factura de la luz: sin avisar y dejándote en shock. Los chiringuitos de playa son una lección de economía avanzada: ¿cómo cobrar veinticinco euros por un bocadillo que parece hecho con las sobras del menú de ayer? Pero pagas, porque en ese momento un trozo de pan con algo que podría ser atún (o quizá era el suéter de alguien) sabe a maná del cielo. Masticas lentamente, saboreando cada euro que se evapora de tu cartera, mientras observas cómo una gaviota le roba un helado a un niño. Es la ley de la naturaleza, piensas, y te consuelas con tu cerveza que, por el precio, debería venir con un salvavidas de oro.

El regreso es una mezcla entre peregrinación religiosa y viaje en el metro de Tokio en hora punta. El autobús está tan lleno que podrías hacer amigos íntimos sin mover un dedo. Llegas a casa con arena en sitios que ni sabías que tenías, la piel más roja que un cangrejo hervido y la certeza de que, a pesar de todo, mañana volverás a hacerlo. Porque, al fin y al cabo, esto es lo que llamamos "descansar". El mar, la arena, el sol y esa extraña felicidad que solo surge cuando has sobrevivido a otro día de caos playero.

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