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Mitología Estelar Prehispánica vs Astronomía Moderna: Un Diálogo entre el Cielo Ancestral y la Ciencia Contemporánea

© Planeta Latino Baleares

Desde los albores de la humanidad, el cielo nocturno ha sido un lienzo de misterio y significado

Para las culturas prehispánicas, cada estrella, constelación y planeta era una manifestación divina, un personaje en una epopeya cósmica que regía los destinos humanos y los ciclos de la naturaleza. Hoy, la astronomía moderna desentraña esos mismos puntos de luz con telescopios y ecuaciones, revelando un universo de física y leyes naturales.

Este reportaje explora el fascinante diálogo entre dos formas de comprender el cosmos: la mitología estelar de los antiguos pueblos de América y la visión científica actual.

Para los mayas, el cielo no era un mero espectáculo, sino un mapa sagrado y un calendario preciso. Su Vía Láctea era el Árbol del Mundo, un gran ceiba cuyas raíces se hundían en el inframundo y cuyas ramas sostenían los cielos. En sus ramas estelares, veían constelaciones que narraban su mitología. La constelación de Orión, por ejemplo, era para ellos la Tortuga, un animal de profundo significado cosmogónico, asociado con la creación y el año nuevo. Las Pléyades, ese cúmulo estelar visible a simple vista, eran conocidas como Tz'ab, la cola de la serpiente de cascabel, y su salida helíaca marcaba el inicio de la temporada de siembra, uniendo irrevocablemente el ciclo agrícola con el celeste. Su precisión astronómica era asombrosa; calcularon el ciclo de Venus con un error de apenas dos horas por cada quinientos años, interpretando sus apariciones como augurios de guerra y destino.

Los mexicanos, por su parte, veían en el cielo la batalla eterna entre las fuerzas de la luz y la oscuridad. La estrella de la mañana, Tlahuizcalpantecuhtli, era el Señor del Alba, una deidad temible cuyo resplandor podía traer mala fortuna. La Vía Láctea era imaginada como Mixcóatl, la Serpiente de Nube, dios de la caza y la vía por la que las almas de los guerreros caídos transitaban. Su cosmovisión era un complejo entramado donde el tiempo y el espacio estaban impregnados de divinidad, y la observación de los astros era fundamental para regir su vida ritual y social, determinando cuándo hacer la guerra, cuándo sembrar y cuándo honrar a los dioses.

Tlahuizcalpantecuhtli blandiendo un hacha según una escena del Códice Borgia © Wikipedia

 En los Andes, los incas elevaban su mirada hacia la Chacana, la Cruz del Sur, que era su brújula celestial y un símbolo de orden cósmico que representaba los tres mundos: el Hanan Pacha (mundo de arriba), el Kay Pacha (mundo de aquí) y el Ukhu Pacha (mundo de abajo). Las manchas oscuras de la Vía Láctea no eran espacios vacíos, sino constelaciones oscuras con formas de animales sagrados, como la Llama, la Serpiente y el Zorro, que influían en el bienestar de los rebaños y en el ciclo del agua. Su astronomía, profundamente práctica, se materializaba en impresionantes observatorios como el Coricancha en Cusco, donde el sol jugaba con las sombras y los reflejos en los días de solsticio, marcando el ritmo del Tahuantinsuyo.

Hoy, la astronomía moderna nos ofrece una narrativa radicalmente diferente

Donde los mayas veían una tortuga sagrada, nuestros telescopios revelan una nursery estelar en la Nebulosa de Orión, un vasto vivero de polvo y gas donde nacen nuevas estelares. Las Pléyades, la cola de la serpiente, son para la ciencia un cúmulo estelar abierto, un grupo de estrellas jóvenes y calientes unidas por la gravedad, viajando juntas por el brazo espiral de nuestra galaxia. La Vía Láctea ya no es un árbol cósmico ni una serpiente de nube, sino una galaxia espiral barrada compuesta por miles de millones de estrellas, con un agujero negro supermasivo en su centro.

 Imagen: La Nebulosa de Orion / Hubble / NASA / ESA's

La ciencia ha desmitificado los fenómenos celestes

Los eclipses no son la ira de un dios sino la alineación perfecta de cuerpos celestes. Venus no es un augurio divino, sino un planeta con una atmósfera infernal de dióxido de carbono y nubes de ácido sulfúrico. Sin embargo, en esta aparente desacralización, la astronomía moderna nos ha regalado una epopeya igual de profunda y humilde: la teoría del Big Bang, la expansión del universo, la danza de las galaxias y la posibilidad de vida más allá de nuestro planeta. Nos ha hecho comprender que estamos hechos de polvo de estrellas, que los átomos de nuestro cuerpo fueron forjados en el corazón de soles ancestrales.

De acuerdo con el modelo del Big Bang, el universo se expandió a partir de un estado extremadamente denso y caliente y aun continúa expandiéndose.

El contraste es evidente, pero la verdadera riqueza reside en el diálogo

La mitología prehispánica respondía a las preguntas fundamentales del "porqué" y el "para qué" del cosmos, llenándolo de significado, propósito y guía moral. La astronomía moderna responde al "cómo" y al "qué", describiendo con asombroso detalle las leyes físicas que lo gobiernan. Ambas son, en esencia, expresiones de la misma necesidad humana de comprender nuestro lugar en el universo. Una no invalida a la otra; se complementan como dos capítulos de una misma búsqueda eterna.

En la era de los telescopios espaciales y la exploración interplanetaria, recuperar estas narrativas ancestrales no es un ejercicio de nostalgia, sino un recordatorio de que la ciencia y la espiritualidad pueden coexistir. Al mirar hoy la Cruz del Sur, podemos maravillarnos simultáneamente con la precisión de su estructura estelar y con el profundo simbolismo que tuvo para un pueblo que la usó para ordenar su mundo. La mitología estelar prehispánica y la astronomía moderna son dos faros que, desde orillas distintas del tiempo, iluminan el mismo océano cósmico, invitándonos a seguir explorando con tanto asombro como rigor, con el corazón del chamán y la mente del científico.

 

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